Texto: Iris Borda.
Ilustraciones: Inés Bocanegra.
Embarazada. Otra vez. A ver cómo se lo iba a decir a su marido.
—Pues diciéndoselo. Ya ves que tonterías piensas, Conchi.
Al fin y al cabo, su marido siempre se lo había tomado muy bien, y eso que ya llevan doce hijos. Seguro que también se lo iba a tomar bien esta vez. Todas sus amigas estaban siempre embarazadas, siempre pariendo, siempre con un bebé enganchado a la teta. ¿Por qué iba ella a ser diferente?
Pero claro, el número trece. No es que Conchi sea supersticiosa, pero el número trece no le hace ni puñetera gracia. A ver. Claro que menos gracia le hacen los tobillos hinchados, las carreras al baño, los cambios de humor, los sofocos, la tripa y el parto.
Porque si hay algo que hay que saber de Conchi, es que Conchi odia parir.
No porque desconozca el proceso, puesto que ha parido más hijos que dedos hay entre ambas manos. Tampoco es el odio al parto una extensión de la tirria que le da estar embarazada, no. Lo del parto es diferente, y único. Conchi odia parir, y ya está. Odia romper aguas, como si se mease encima, y esas interminables carreras hacia el hospital, con contracciones cada tantos minutos. Y que la hagan esperar mientras dilata, y le digan ¿está usted segura de que está de parto? Como si Conchi no conociese lo que es estar de parto.
«Más que tú», piensa, enfadada, cuando el Doctor Gonzalo le pregunta eso, cada vez. Cada vez. Odia la espera, y que la toqueteé todo el mundo; que no le cuenten nada; que no la dejen moverse mientras pare; y esa luz blanca que la ciega. Todo eso es lo que Conchi odia de parir.
Aunque lo de antes tampoco es que la entusiasme.
Cada nueve meses. Cada nueve dichosos meses exactos, va Mario y la deja embarazada. Parece casi programado, como una máquina.
—Porque oye, con lo malo que es jugando a los dardos, y la de puntería que tiene para estas cosas, el jodido.
O quizás fuesen que en aquella zona la gente era muy fértil. O el agua que bebían en su barrio. Porque los maridos de sus amigas acertaban también cada nueve meses. Incluso estaba Pedro, que además de tener puntería en esto, también era bueno jugando a los dardos.
—Conchi, bonita, ¿y eso qué más da? —se preguntó. No le daba vergüenza hablar sola porque una vez leyó que la gente que habla sola es más inteligente.
Volvía a estar embarazada, y eso era todo lo que importaba.
Sin embargo, ese embarazo no sería como los demás, aunque eso Conchi aún no lo sabía.
Anastasia se mira en el espejo y se ve guapa, delgada, alta, rubia y preciosa. Como tiene que ser. No se había gastado aquella morterada en operarse la nariz para no verse preciosa a todas horas.
De hecho, la morterada se la había gastado Billy. Pero qué más daba. Lo tuyo es mío, lo mío es tuyo; las virtudes del matrimonio.
Al principio, Anastasia se preocupó por el tema de las operaciones estéticas. No por la anestesia ni nada de eso (es una mujer valiente), sino por lo de la genética. Quería ser madre, claro, como todas, y le preocupaba que sus hijas fuesen a heredar su verdadera nariz. Pobrecitas. Incluso se planteó renunciar a la maternidad, pero ¿quién podría?
Todo fue como siempre le habían contado: llegada a cierta edad, se le despertó un reloj biológico que le apresaba por ser madre. Ya le habían explicado que, aunque antes de ser madre parezca que no te entusiasma la idea, en cuanto miras a tu bebé a los ojos, entiendes qué es el amor, entiendes que naciste para eso. Te sientes plena, feliz y realizada.
Pero lo de la nariz seguía preocupándola.
Y eso que a ella le daba igual que el bebé llevase sus genes. No tenía ninguna obsesión con la genética, como parecía tenerla Billy, a quien la idea de adoptar le provocaba un evidente disgusto. Anastasia es diferente. Más sencilla, quizás. Ella solo quería un bebé que fuese precioso, al que darle besos y que la mantuviese despierta de noche y todas esas cosas tan típicas de las madres.
Siendo completamente sincera, Anastasia hubiese preferido que su bebé fuese suyo, pero sabía cuándo renunciar a una batalla. Y no solo porque Billy se había empeñado en hacerlo por encargo, con sus genes en exclusiva, sino porque Anastasia conocía el precio de parir.
Su amiga Puri había parido a uno el año pasado, y se le habían quedado las tetas caídas y la tripa llena de estrías. Cada vez que Anastasia pensaba en eso, le daban escalofríos y la inundaba la pena.
No, no, Billy tenía razón. Ella podía renunciar a dejar sus genes en el mundo. Si él quería dejar los suyos, que los dejase. Y también tenía razón Billy con eso de las consecuencias de estar embarazada. Anastasia deseaba tener un bebé, como todas, pero para nada deseaba destrozarse esa esbelta figura que tanto le había costado conseguir.
Decidido. En cuanto llegase Billy a casa le diría que aceptaba: tendrían un bebé por encargo. Era la mejor opción.
Mario se lo había tomado bien. A veces, Conchi sospechaba que ese hombre estaba hecho por ordenador: nunca se quejaba, nunca decía nada fuera de lugar. Llevaban cerca de quince años juntos y no recordaba haberle visto enfadado con ella nunca, ni una sola vez.
—Conchi, ¿y qué más da?
Pero los maridos hechos por ordenador no existían y, si existiesen, ella habría escogido uno de más alto.
Los meses de su embarazo iban pasando y su barriga iba creciendo. Fue el embarazo más complicado que había vivido. Mario le decía que se pondría bien, que ya tenía más años que la primera vez y que era normal que estuviese cansada, pero Conchi no era tan optimista. Ni tan ingenua.
Era la decimotercera vez que vivía un embarazo, y todo en menos de nueve años. Era demasiado, estaba segura. No es que no le pareciese normal tanta fertilidad, porque todas las mujeres que conocía parían tanto como ella, sino que dudaba que el cuerpo humano pudiese soportar trece embarazos, y tan seguidos. Hacía años que lo dudaba y ahora tendría la confirmación a sus temores. Pues menuda alegría.
El dolor de espalda era, simplemente, insoportable. La ciática no la dejaba caminar, ni sentarse, ni tumbarse, ni ducharse, ni comer en paz. En resumidas cuentas, no la dejaba vivir. Y la ciática casi que le resultaba simpática al lado del dolor de pechos, de las náuseas o de los vómitos que no desaparecían, aunque ya estaba de siete meses. Pero oye, era su hijo
(sí, un niño, el noveno), y ya se sabe que una madre lo da todo por su hijo, aunque sea a su pesar.
Si Conchi odiaba parir antes de Iván, el hijo aún nonato, imaginad lo que iba a odiarlo a partir de ahora. Estaba decidida a decirle a Mario que comenzase a tocar la zambomba porque ella no quería más sorpresas lloronas y babosas. Y Mario no la iba a convencer para usar protecciones, esta vez no. Siempre usaban condones, y fíjate que siempre fallaban. Eran la prueba viviente de ese 2% de no efectividad en los preservativos. ¿Rotos?, ninguno.
¿Inútiles?, todos.
—Dios mío, ¡queda tan poco, Billy! ¡Unas pocas horas! —Anastasia sonreía satisfecha.
—Ahá.
Billy nunca había sido un hombre expresivo, pero que más daba, ya lo era ella por los dos.
—Nunca he estado a punto de parir, ¡es mi primera vez! ¿Me dolerá?
Y así siguió Anastasia de camino a la fábrica. Eran las preguntas típicas para una madre novata, aunque a Billy no dejaban de sonarle raras. Iban a tener un bebé, sí, pero se lo iban a dar hecho.
—¿Será doloroso? ¿Romper aguas será como mearse encima? ¡Qué nervios!
Cuando llegaron a la fábrica y por fin pudieron aparcar, Anastasia estaba algo decepcionada. Ella siempre había soñado con parir en un hospital de esos de alta cuna, donde tendría su propia habitación y dos o tres enfermeras solo para ella. Y no en esa fábrica de las afueras.
—Hubiese preferido un hospital —se quejó.
—Ya sabes que no se puede sacar a las gestantes de la fábrica sin despertarlas de la ficción inducida.
—Sí, ya lo sé. Es solo que lo hubiese preferido.
En la puerta les esperaba el conserje, que les guió hasta una vitrina de información al cliente.
—Estoy a punto de parir —explicó Anastasia, cuando les preguntaron.
—Felicidades —respondió la trabajadora—. ¿Tienen el número de la gestante?
—Sí, claro —Billy sacó una tarjeta de su cartera—. Número de referencia de la gestante 080991, clase A.
—Perfecto. El parto será por cesárea, debido a complicaciones con la gestante que le impiden tener otro parto natural más. ¿Les parece correcto?
—Nos da igual —respondió Billy.
—Ahora se les acompañará a la Sala de Observación, donde podrán ver a la gestante dar a luz a su hijo. Si prefieren no ver la cesárea, pueden esperar en la Sala de Espera. Y en caso de que prefieran simular que es usted, señora, quien está pariendo, podemos adecuar la Sala de Observación por un módico precio. Después, una vez el niño haya nacido, se les entregará ya limpio y documentado en la Sala de Entrega. Los costes de la documentación de la criatura corren a cargo de nuestra compañía, en agradecimiento por usar las gestantes de clase A.
Al cabo de unos minutos les vino a buscar un médico y les acompañó a la Sala de Observación. Anastasia dudaba sobre si pagar ese plus y poder vivir un parto simulado, pero viendo la ropa que llevaba, decidió no hacerlo. Iba vestida de lino blanco. Con mirar le bastaría. Además, sería interesante ver una cesárea, nunca había visto una.
La Sala de Observación era una pequeña sala llena de comodidades (sofás, música relajante, una barra con un camarero donde poder pedir cócteles y canapés). La sala estaba presidida por un inmenso cristal que ocupaba toda una pared, con unos sofás y sillones colocados justo en frente. Detrás del cristal estaba la Sala de Llegada, donde llevaban a las gestantes cuando tenían que entregar el producto.
Conchi notaba que el parto ya estaba cerca.
—Mario. ¡Mario!
Otra vez a parir. No es que no le gustase la idea de conocer, por fin, al bebé que había llevado nueve meses dentro, pero el hecho de parir seguía sin entusiasmarla. De todas
formas, cuando el parto estaba tan cerca, eran otras emociones las que dominaban a Conchi.
Siempre se ponía nerviosa. Nueve meses son mucho tiempo para imaginar cómo será la criatura, cómo sonreirá, si nacería llorando, o si sabría mamar a la primera. Y cuando fuese un poco más mayor, ¿cuál sería su primera palabra? ¿Le gustaría bañarse? Y el olor. Porque Conchi, después de doce partos, sabe que no existe un olor más agradable que el que desprende un bebé recién nacido.
Especialmente si el bebé es tu propio hijo.
—Fíjate Billy, ya llega.
Dos camilleros entraron en la Sala de Llegada con la gestante tumbada en una camilla, y el médico y las enfermeras se pusieron manos a la obra.
La cesárea transcurrió sin problemas, al menos mientras Anastasia y Billy podían verla. Una vez tuvieron al bebé fuera, se lo mostraron a través del espejo, y una de las enfermeras se lo llevó para lavarlo y prepararlo. También le daría el análogo al calostro antes de entregárselo a sus padres.
Anastasia, nada más ver a su bebé a través del espejo, empezó a llorar de la emoción.
—Por favor —les dijo el camarero de la Sala de Observación, con mucha dulzura—. Pueden ir pasando a la Sala de Entrega.
Ambos le hicieron caso de inmediato.
Conchi notaba que algo no estaba yendo bien. Había parido, pero no le dolía nada, no notaba nada, como si tuviese todo el cuerpo dormido. ¿Y dónde estaba su bebé?
A su lado y aunque ella no los viese, dentro de la Sala de Llegada, el médico y dos de las enfermeras tenían dudas de qué hacer con la gestante.
—Esta mujer ya no nos será útil, no podrá volver a parir —dijo el médico—. Hay que desecharla.
—Claro, si usted lo dice —aceptó una enfermera—. ¿La desconectamos del programa de realidad simulada antes o después de la cancelación?
—¿La cancelación? —preguntó la segunda enfermera, que era nueva y esta era la primera vez que tenía oportunidad de hacer algunas preguntas indiscretas.
—La cancelación es cuando se mueren. Cuando las cancelamos como gestantes.
—Entiendo… —mintió.
—Entonces, ¿la desconecto del programa ya o después? —insistió la enfermera.
La enfermera novata no se atrevió a preguntar nada esta vez, pero se moría de curiosidad por saber qué era el programa. Lo descubriría a las pocas semanas, para su alivio.
El programa era el método que tenían en la fábrica de engañar al cerebro de las gestantes. Se las hacía creer, a base de estímulos cerebrales provocados, que vivían una vida plena, con sus maridos y en unos buenos barrios, donde cuidaban de todos los hijos que parían.
La creación de este programa fue lo que impulsó las fábricas de gestantes. Antiguamente, las voluntarias eran menos productivas: muy pocas mujeres estaban dispuestas a un parto por año y a renunciar a todos sus hijos. Gracias al programa, ese problema de disposición ya no existía.
—Desconecta el programa después de cancelarla —dijo el médico—. No hay necesidad de hacerla sufrir más de lo necesario.
—Entendido.
El médico salió de la Sala de Llegada; su trabajo allí había finalizado. Ahora iría a la Sala de Entrega a felicitar a los nuevos padres, y para casa, a descansar.
Las enfermeras se encargaron de cancelar a la gestante, y esperaron a su lado a que todas sus constantes vitales se apagaran, para luego poderla desconectar del programa.
Conchi sabía que el parto no había ido bien. Se sentía anestesiada y cada vez más débil. Cada vez más débil. Como si la fuerza se le escapase del cuerpo. Como si le huyese la vida.
Trató de mirar a su alrededor, pero la cabeza le daba vueltas.
Trató de llamar a Mario, pero no tenía fuerza suficiente para hablar. Menos aún para transformar en gritos la profunda desesperación que sentía.
Conchi sabía que se estaba muriendo y que se iba a morir sola.
Cuando la puerta de la Sala de Entrega se abrió, Anastasia no pudo evitar gritar un poco. Estaba muy emocionada, ¡por fin iba a conocer a su primer hijo!
Billy, aunque más controlado, también estaba feliz.
La enfermera que les entregó al bebé les felicitó, les explicó cuatro cosas y les entregó los documentos del recién nacido. Y claro, les tomó algunas fotos con el móvil. Al fin y al cabo, el momento de la entrega es un momento importantísimo en la vida de una madre.
Nunca pensó que iba a morir sola. Siempre se imaginó morir de vieja, junto a Mario y a todos sus hijos e hijas. Poder despedirse. Pero ahora que la muerte realmente la venía a buscar, ahora que llamaba ansiosa a sus puertas, Conchi no pensaba ni en Mario, ni en morir de vieja.
Solo podía pensar que ojalá la vida le hubiese concedido el don de haber conocido a su último hijo antes de morir.
13 comentarios en «Sala de Espera»
Muy duro. Espero que la humanidad entienda pronto, muy pronto, que no se puede comprar ni a bebés, ni a sus madres.
¡Exactamente!
Me ha encantado el relato! Los pelos de punta!
Estoy deseando leer tu libro! 🙂
Muchísimas gracias, Andrea. ¿Te refieres a la novela? Un abrazo.
Qué miedo da. Me ha gustado mucho.
Exactamente. Da miedo y, por otro lado, suena realista en un futuro no muy lejano…
Me ha encantado cómo está escrito por la dureza del mismo. Yo creo que la realidad supera la ficción . El estrés postraumático que deben sufrir muchas de «las madres gestantes» en muchos casos les debe dejar «muertas en vida».
Totalmente, Sol. No es algo sencillo de imaginar. Una aberración, entre tantas. Terrible.
Terrible y a la vez tan posible que da miedo.
Por desgracia, tienes toda la razón. No es un futuro del todo descabellado.
Los pelos de punta, me he quedado fría como el hielo.
Gracias!!!
Buf qué duro tia! Me ha encantado. No me ha parecido tan surreaslista teniendo en cuenta la situación actual de la gestación subrogada,…
Espero que nunca nunca se llegue a algo así ni que lleguemos a frivolizar tanto estas fases tan importantes para las madres y los bebés.