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Una navidad diferente

Iris Borda

Navidad, Navidad, dulce Navidad. La alegría de este día

—Basta, basta —dice, porque odia la Navidad—. Odio la Navidad —añade, en voz alta. Que no quepan dudas.

Él no sale nunca de casa, por principios. Desde hace ya varios años. Hay un chico que le trae la compra cada semana, otro que le sube el butano cada día uno de mes y un médico que pasa una al trimestre para hacerle su revisión.

Antes salía más, cuando su mujer estaba viva. Y también tenía más visitas, cuando sus dos hijas aún le hablaban. Pero eso que más daba ya. Ahora él no salía, y no le visitaba nadie, y
odiaba la Navidad.

Es una mala época para estar solo. Incluso la televisión, que era su fiel amiga y acompañante, se volvía odiosa en Navidad: villancicos, películas de amor, de familia, de críos, de nieve y de felicidad. Siempre felices, todos. Era agotador.

Él había tenido una familia, incluso una familia unida cuando las niñas eran pequeñas, pero nunca habían sido tan felices como las familias de las películas de los domingos por la tarde.

—¿Y eso ahora qué más da? —se dice.

Y tiene razón: esta Navidad tampoco va a salir, ni tampoco irá nadie a verlo. Al menos, la pastelería de delante de su casa no había cerrado para Navidades. Eso le animaba. No porque pensase bajar a comprar, sino porque, desde la ventana de su comedor, se veía perfectamente la pastelería: se veía su puerta, quién entraba y quién salía, y se veía el interior, a través de su inmenso ventanal.

Quizás os preguntéis qué tiene de especial esa pastelería. Pero formuláis mal la pregunta: no es el qué, sino el quién.

Es la chica que trabaja allí la que le obsesiona. Esa chica que empezó a trabajar hace poco más de medio año. Así que esta sería su primera Navidad juntos, con ella trabajando y con él mirándola a través de su ventana. ¿Y qué más podría hacer?

—No soy un pervertido —dice. Se dice.

El caso es que, desde hace seis meses, se sienta cada día, de miércoles a domingo, en su ventana, mirando hacia la pastelería, de 7 h a 13 h y de 18 h a 20 h. La mira a ella. Excepto esas dos terribles semanas en las que tuvo vacaciones.

Se imaginaba que al fin salía de su casa y se plantaba delante de la pastelería, con su mejor traje. Entraba sin dudar un solo momento y miraba a la chica a los ojos. Y soñaba que ella le reconocía, porque, claro, ella era consciente de que él la observaba. A ella le encantaba que él la mirase, y todos esos momentos que se paseaba por la pastelería, lo hacía por él, para lucirse delante de él. Al menos, eso es lo que él se imaginaba.

—Te eché de menos esas dos semanas —le decía.

Y ella bajaba la cabeza, avergonzada, y le pedía disculpas.

—Lo siento, señor —le murmuraba—. Espero que pueda usted perdonarme.

Él daba media vuelta y se iba indignado, sin decir media palabra más. Ella no lo merecía. Pero cuando era la hora de cerrar la pastelería, él se imaginaba que veía a la chica cruzar la carretera y llamar a su timbre. Cuando le abría la puerta de su piso, la chica le ofrecía un pastelito que le había traído como ofrenda, buscando perdón.

Él la hacía pasar, y dado que se la imaginaba como una chica obediente y entregada, al final, después de todo, él acababa perdonándola.

Pero qué más daba, si eso solo pasaba en su imaginación.

En la vida real, aunque esa fuese la vida que él menos vivía, seguía teniendo cerca de ochenta años, artritis y muy pocas ganas de enfrentarse a la chica adolescente de la pastelería.

Porque esa es la edad que le calculaba: entre los quince y los diecisiete años. Quizás un poquito más, aunque cuando llegaba de la escuela, con el uniforme aún puesto, parecía incluso más joven. Esos días le gustaban.

Y esta era su rutina: mirar a la chica de la pastelería a través de su ventana, cada mañana, cada tarde. La observaba servir pasteles, cortar pan, cobrar y envolver algunas pastas. A veces, si conocía a algún cliente, la chica salía de detrás del mostrador para saludar, y se mostraba siempre tan afectuosa que a él se le encogía el alma. Y esta Navidad, aunque odiosa como todas, prometía algo mejor: desde el lunes, la chica llevaba un vestido rojo, como de Papá Noel, y una diadema con unos cuernos de reno. Estaba, sencillamente,
adorable.

Pero, aunque la observaba casi a diario, había pocas cosas de la chica que él supiese con certeza. No sabía dónde vivía, solo sabía que, al salir de la pastelería, siempre se marchaba calle arriba, dirección a la Plaza Hypatia.

Ahora tocaba cenar, la tele, y los jueves y domingos se aseaba un poco antes de ir a dormir. Al día siguiente, idéntica rutina. O eso creía él. Eso hubiese esperado él.

Se levantó, pasó por el baño, y fue directamente a sentarse en el sillón de su ventana, pues eran casi las ocho menos veinte y la chica estaría a punto de llegar. Al mirar por la ventana, se da cuenta de que ha nevado. Por el grueso de la nieve, debe haber nevado toda la noche, y bastante, porque al menos hay un palmo y medio de nieve en los rincones donde parece más escasa.

La chica llega a trabajar a menos cuarto, como cada mañana, y él la observa saludar a la jefa, con quien se ha encontrado en la puerta, y entrar con ella en la pastelería. Hasta las ocho en punto no subirán las persianas, y no quedarán al descubierto los inmensos ventanales, así que se levanta de su sillón y va hacia la cocina. Buen momento para prepararse un café soluble y unas aceitunas para desayunar.

Cuando vuelve de la cocina ha empezado a nevar de nuevo. Nieva con fuerza, así que apenas puede ver la pastelería, sin embargo, hay algo que le pone nervioso. Hay algo nuevo, distinto, y eso no le gusta. Un hombre, de pie delante del ventanal de la pastelería, está mirándole fijamente. Tiene la mirada clavada en su ventana, o eso le parece entre la nieve, y bajo las oscuras gafas de sol de ese tipo.

Pasa una mañana incómoda, con las cortinas corridas y las persianas medio bajadas. A penas se atreve a mirar por la ventana. Tiene ganas de ver a la chica, claro, pero ese hombre sigue allí, devolviéndole la mirada. Y él no lo soporta.

—No entiendo que puedan existir mirones —dice—. ¡Gentuza que se atreve a fisgar así en la vida de los demás! —añade, hablando del resto.

La tarde transcurrió igual, pero sin nevar. El hombre fisgón seguía allí, con su bufanda oscura, su sombrero negro y esas dichosas gafas de sol. Eso era, quizás, lo que más nervioso le ponía. Porque las gafas le impedían saber hacia dónde miraba ese hombre con exactitud, pero daba igual, porque él lo intuía. Lo sabía: le miraba a él. Miraba hacia su ventana. Quizás vengándose por todos esos meses en los que él miró a la chica.

Decenas de teorías pasaban por su cabeza.

La noche fue igual de mala que la tarde. Apenas durmió.

No hubo mejoras al día siguiente: ese hombre seguía ahí de pie, plantado, intimidándole, retándole a atreverse a acercarse a su ventana. ¡A su propia ventana!

Los días de nieve se intercalaban con los días de gélido sol, pero en todos ellos ese hombre seguía ahí de pie, observándole en silencio.

Las persianas cada vez se bajaban más, hasta que las bajó del todo. Y luego, cada vez las subía menos, hasta que dejó de subirlas. Observaba al hombre, de pie delante de la pastelería, por los agujeros de la persiana. Ya ni siquiera se acordaba de la chica, solo tenía mente para poder obsesionarse con una cosa, y el hombre que trataba de volverlo loco lo obsesionaba por completo.

Poco después de fin de año, esa persiana no se subió más, ni él volvió a atreverse a mirar hacia la pastelería, donde la chica seguía trabajando ajena a todo.

Una pena, pues, que no pudiese ver la llegada del sol, del buen tiempo, del calor que derretía muñecos de nieve, con sombrero, bufanda y gafas de sol, plantados de pie en alguna acera.

Vemos reflejados en el mundo los monstruos que habitan en nuestro interior.

2 comentarios en «Una navidad diferente»

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